El imperio de los sentidos en ella
Tengo tanto por contar y esta vez no sé dónde
empezar. ¿Cómo decirlo sin crear una contradicción soslayada donde habitan los
silencios que me enseñó y las imágenes primarias que me transfirió?
Omama Coffee Shop. Inicios del último invierno.
Regreso a los instantes y veo un contraluz
hondo donde me oculta su rostro. Me postro al perfil que me persigue y aparecen
sus hombros, sus brazos delgados, el cabello de fuego, su brazalete rojo. Percibo sus manos tocando mi pecho, su
rostro divagando, surcando mi ombligo, como haciendo un torniquete. Por fin la
miro pero no la toco… es etérea entre mis manos. Mi lente enfoca y veo sus
pequeños labios rosa, con un gesto ligeramente inclinado a la derecha, un dejo
de jactancia. Me evade, me mira, sonríe, luego ya no me mira, sonríe... sabe
que ha triunfado, que siempre triunfó. Después se desvanece en el sinfín de los
sueños.
No hacía falta hablar o escribir o
racionalizar. Volábamos enmarañados y jubilosos. Volar y volar. Sin embargo,
hoy observé los ajíes enrojeciéndose en mi jardín y los taxos colgando,
aferrándose a la vida, luchando contra la gravedad. Hoy justamente recordé el imperio de los sentidos en ella.
I
Nos vimos por última vez un viernes. Teníamos
una cena y un concierto en vivo. Llevaba vestido, tacones negros, su cabello
rubio recogido, sus lentes violetas, su labial fucsia… Y yo, de traje. Recuerdo
el menú, la caída que nos hizo el Diego Ponce, las bromas, el mesero derramando
los nachos y a la vocalista del grupo de rock. Todos los días era un aprendizaje
con ella y ese día, final, no fue la excepción, porque me enseñó a escuchar la
música en cada instrumento coordinado, el sonido, los silencios y más allá: la
melodía, el ritmo y la armonía del rock.
La última foto que nos tomó.
No era música, así como tampoco era botánica.
Pero en esas tardes libres, cuando nos rodeábamos de naturaleza, evocaba el
nombre de los árboles. “¡Me encantan las
hojas acorazadas de ese álamo, las copas de ese ciprés, el tallo de aquel
eucalipto!”.
Tampoco era bióloga, pero le magnetizaban los
animales. Una vez, en el Parque Arqueológico Rumipamba, se detuvo de repente
porque encontró un abejorro -¡gigante!- contoneándose en un diente de león, y
se acercó mientras yo luchaba por no desmayarme. Otra vez, en el Zoológico de
Guayllabamba, me explicó el procedimiento para denunciar el tráfico de
animales, para rescatarlos y regresarlos a su hábitat. Fue verla ahí, hermosa
como ninguna, observando el juguetear de los leones, mi eternidad.
Ella
me enseñó a enfocar el aquí y el ahora, con un lente fijo, no con un súper
teleobjetivo. Le debo la aplicación real del método inductivo: amar las pequeñas cosas que nos rodean, la
brisa en el rostro y el entorno de las flores silvestres. Yo estuve mirando con
un mega telescopio a Barcelona durante bastante tiempo. Ella colocó mis lentes
con cautela, sin prisas ni presiones, luego ya pude maravillarme con la danza
de los quindes, con la alegría de los perritos al ver llegar a sus amos.
II
¡Cuánto disfruté en cada sitio, con cada
enseñanza! “En la reunión de la Pauli -su
prima lejana, quien paradójicamente fue mi jefa (el mundo vuelto un pañuelo)- probé un chocolate riquísimo, rellenos de maracuyá. Los vamos a
encontrar o nos los mandamos a preparar con algún catering. Te encantarán”,
relataba apasionada… Como si pudiera atender completamente lo que me reportaba,
como si pudiera dejar por un instante de adorar su boca, sus ojos, su cuerpo,
su elegancia y su poderío. Conseguimos unos chocolates similares en un Okidoki.
Aún recuerdo que iba a meterme uno a la boca y me lo quitó abruptamente. “No”, increpó y me cedió su botella de
agua. “Debes cambiar el sabor para
disfrutarlo”, sentenció. Yo solo comí, dejándome llevar por el júbilo de su
micro mundo.
A ese chocolate le siguieron muchos más y
aunque parecería un tema fútil, no lo es. Porque ella solo degustaba una
tableta mensual al ser una sobreviviente de la glucosa. Si todo hubiera salido
mal en el pasado, jamás hubiera tenido la dicha de olerla, de morderla, de
besarle la frente…
Ella
me enseñó que siempre podemos
levantarnos a un nuevo amanecer, que ni la propia muerte puede arrancharnos si
estamos preparado para la segunda oportunidad. Sin charlatanería, sin postureos, sin
melancolías… Le debo las nuevas relaciones que tengo con mi familia, mi tolerancia
ante su diversidad, las negociaciones con mis hermanas. ¡Cuánto amé cuando me
relató que le escondió el router a
Daniel (su hermano se llama como yo) hasta que se comporte!
III
Para mí era “ese coso donde está pegado el muñequito ese”, para ella era “la cinta doble faz que sostiene a Thor en
el tablero” de su Hyundai rojo. Para mí era ropa, para ella eran fibras,
poliéster, algodón, polipropileno… Sabía qué era de oro, plata, platino, cobre,
acero... A mí seguramente me habrían timado una y mil veces con las alhajas. Según Michel Foucault, la signación del mundo se concreta con la
clasificación de la razón en las ramas especializadas de la Modernidad. Pues
ella era superlativa al momento de signar la realidad, el límite de su mundo
era el límite de su lenguaje.
No era una especie de Funes el memorioso de
Jorge Luis Borges. Jamás. A veces olvidaba cosas, lugares, personas… a veces se olvidaba cómo amar. Jamás
dijo que me extraña, que me necesita, jamás me mimó, jamás me dijo
“palabritas”. Bueno, una vez sí que lo hizo: “Hola novio bonito, que tengas una
excelente semana”, y yo le repliqué: “por
Dios, devuélveme a mi novia”. Porque ella era de demostrar, de abrazar, de
caminar, de escuchar y de aconsejar.
Noche de sábado en el Sirka.
Ella me enseñó a reafirmarme en mis
convicciones. Cuando la espiral del
silencio quería absorberme, cuando parecía estar equivocado y la opinión
mayoritaria parece imponérseme, aprendí a defender las
convicciones hasta el final. Con ella descarté totalmente el amor
romántico, los apegos, las pertenencias, el chauvinismo, los celos enfermizos,
las obsesiones. Ella era yo, y yo era ella, sino fuera porque…
IV
Le sacaba de quicio a propósito: “¿Cómo puede ser negro el guardián de la
puerta de Asgard?, ¡esto es Noruega!”, le decía. Ella solo me miraba, como
pensando: “De ganita te vas a dejar
maltratar, Daniel”. Cuando vimos Thor
Ragnarok y salieron las letras de Marvel, se emocionó como un bebé. La
adoré en ese instante y, hace unas semanas, la eche de menos en el estreno de Avengers Infinite War, porque ella se ha
visto absolutamente todas las películas de la saga.
El David Salas decía que yo me había sacado
la lotería. “Danomán, ella la dura del
comic, tú el chamo del anime. Encima me dices que le gusta la Champions League
y se sabe el nombre de todos los jugadores de la Liga Española. Mejor pasa el
número de tu novia”. Yo sonreía feliz porque compartíamos cosas de niños
pero a la vez disfrutábamos del cine independiente, de los museos, del arte y
de la literatura.
Qué honor: conocí a Alberto Fuguet, mi
escritor favorito, con la rubia.
Ella
me enseñó a quebrar el dogmatismo y el sectarismo intelectual. Fluir entre las corrientes del pensamiento
posmoderno la simpleza de la cultura comercial. Eclecticismo puro para
encontrar la fruición propia, felicidad sin etiquetas ni poses. La vida era más
fácil. Solo fluir.
V
A veces no lograba descifrarla. Y me agotaba porque estaba irrevocablemente
empeñado en conquistarla (como si se pudiera conquistar a una mujer que jamás
había dependido de “caballero” alguno). No me guardé nada, jamás… la volví
mi credo, mi todo.
“No hay nadie alrededor mío”, me instruyó
al recordarle los ciento quinientos pretendientes que le surgían todos los
días. Le tenía, estaba conmigo, le tocaba. “Aún
no creo que esto esté sucediendo esto realmente”, refirió emocionada cuando
le regalé las postales de mi último viaje a Europa. Era fáctico, real. Almorzar
juntos pasando un día en el CCI, que me vaya a retirar del trabajo y me deje
como infante en las clases nocturnas, caminar hacia su auto y sentir ese
temblor en las manos, la emoción por palparla una vez más.
“Los
lunes ya me siento bien”,
canta Sui Géneris. Mas mis lunes eran de desconcierto. Ciertamente su displicencia
me desconcertaba. Mis lunes se desvanecían entre qué hice mal o qué hice bien
en esta ocasión. No era feliz muchas veces y no era por su incólume frialdad…
Pero era algo más, algo que no pude observar en su momento. “Estabas enamorado de ella porque jamás pudiste someterla, porque no
cayó en tus chantajes, en ese jueguito del atrapa y suelta que habías
estandarizado en tus anteriores relaciones”, concluyó mi primo Bob. “Tal vez tú no le gustabas tanto como ella a
ti”, coincidieron Fernanda y Belén.
Tampoco fue eso.
"Casi siempre te abandonan demasiado pronto". Poeta Halley by Love of Lesbian.
Fue la más grande lección de vida que alguien
me propinó: no era necesario alcanzar el
Ph.D. para ser feliz. Eso solo era el medio, no el fin, porque mi auge
estaba justamente en quién yo era solo, o con ella, o a través de ella, en su
simpleza y en nuestro futuro…
VI
Nunca me importo que me percatara de TODOS
los dramas que iba configurando día tras día. “El ‘Pájaro’ Febres Cordero tiene un libro llamado Soy el que pude”, le comenté y estalló en risas. “Yo escucho ese título y pienso en dramas,
más dramas, dramas periodísticas, dramas y dramas”, señaló un día. Y me
traumó. Era más fría que europea en las cuestiones del amor.. Consecuentemente,
ahora veo dramas en todo lo que la gente publica en sus redes sociales. Dramas,
nostalgias, recuerdos, dramas disfrazados de venganzas, dramas hípsters,
veganos, políticos, futbolísticos, académicos… Dramas.
Ella me enseñó bien pero a la vez mal. Luego no prosperaron mi relaciones
posteriores con la antropóloga, añorando siempre Inglaterra, ni con la
cirujana, creando coincidencias para que la conquiste con las recetas del amor
romántico. Ahora me aburro con pericia. Y si a veces viene entre sueños es
porque ya jamás disfrutaré de sus dilucidaciones: me enseñó a romper los
convencionalismos, que no me importe perder. Darlo todo aunque cayera.
VII
Sin darme cuenta, poco a poco fui acoplándome
a ella, al imperio de los sentidos, a las pequeñas cosas, a la vida tranquila,
al aquí y al ahora… Hasta que todo estalló:
Ella era muy fan de asistir a los encuentros
futbolísticos de su padre y de su hermano. Por mi parte, un día miré el encuentro
de mi primo David en una cancha barrial, con las
familias reunidas, los hijos usando el uniforme a escala de sus padres, los
cánticos, los gritos… la totalidad y la estructura convertidas en un campo de
juego. Vi morir un domingo soleado en comunidad. Y no pude, no pude.
La indecisión me mataba. Catatónico cavilaba:
“Quizá dejarse llevar no tenga nada de
malo”. Mi alma se alivianó, mi espíritu se volvió más tranquilo y Quito me
pareció un lugar bello para vivir, reproducirme y morir… Luego un tabaco y otro,
meditar, balancear, analizar y finalmente concluir que “¡Yo solo quería regresar a ser como era
antes! y ¿cómo fue posible que un
escribidor como yo anhelara aquella historia?” Y la solté, Dios, la
solté.
Ha pasado un tiempo prudencial entre el duelo
y la continuidad. La guambrita dos estaciones, del rizado natural al alisado
perfecto. La rubia que pulverizó la
gradación de mis pasados, incluso el recuerdo remanente de la dama.
¿Cómo explicar que conocí el amor auténtico pero
lo dejé ir?
“Es tu paso tan sereno, es tu paz y la
simpleza con que enseñas a quererte”.
Anhelando Iruya by Perotá Chingó.
A veces me tenía como moza en 13 de febrero, otras
me plantaba repentinamente, unas pocas me retaba con su voz enérgica… porque
priorizaba el tiempo con su familia por si la glucosa volvía y la desaparecía
del este planeta. Fue un amor en igualdad de condiciones: huimos de las cuerdas del romanticismo, del egoísmo de no querernos a
nosotros mismos, que ni yo era suyo ni ella era mía… y solo siendo libres
pudimos hacernos compañía.
Te adoro rubia, siempre lo haré, cuando observe
el cielo bermellón con el alcázar de nuestros sentidos.
Este es el último drama que le hago. Lo
suscribo.
Quito, 29 de mayo de 2018.
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Este texto fue continuación y desenlace del artículo Manual para enamorarse luego de los 30 años.