A Salamanca no se vuelve (relatos del desapego)


El 25 de septiembre de 2015 arribé a Salamanca. Fue el medio día de un viernes caluroso cuando descendí del Ave Renfe, procedente de Madrid, para internarme en la ciudad patrimonial que me acogería el próximo año universitario. Mis viajes anteriores a Europa no superaban los quince días, así que esta vez, cuando el tren salió de Atocha, era consciente de que no había vuelta atrás.

Puente romano de Salamanca. Foto: Juana Guerrero.

Al otro lado del Atlántico se quedó mi familia, mis amistades (“la comunidad del anillo”, “los rebeldes” y “la banda del mijín”), mis costumbres, mi gastronomía (el encebollado sobre todas las cosas), la comunicación social, y Quito, la ciudad de mi vida, cuyo azul agua marina fotografié a cinco mil metros de altura, registrando el último paisaje sobre la tierra de la mitad del mundo. 

Fue Facebook la red social que me recordó anteayer sobre este momento. Hoy todo es tan extraño. Todo se nubla, parece una mentira, una ficción, la historia de un chiflado de San Lázaro que se escapó de la Jaula de Marco Antonio Rodríguez. Pero fue tan real como el peso de mis maletas en La Alamedilla, como Bianca Kuoy y Yi-ling LI, mis roommates de Taiwán en la primera etapa de estadía. 

Plaza Mayor de Salamanca. Foto: Gozarte.Net

Fue tan real como la Plaza Mayor -una de las más bellas de España-, la Catedral Vieja, el Palacio de Anaya o la Calle Toro. Fue tan real como los pinchos de patata, los montaditos de jamón serrano, los tragos de calimocho o el brindis de pacharán. Fue trascendental, una etapa inolvidable de la vida.

Pero a Salamanca no se vuelve.

Y perdonen que contradiga a Mercedes Sosa y a su frase “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”, pero fue Marcel Proust –citado por Jorge Luis Borges- quien entendió cómo figuraban esas complejas ausencias en el sentir humano: "cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; que no se extrañan los sitios, sino los tiempos".

Salamanca fue un viaje de auto descubrimiento, un espacio para convivir con los propios demonios y combatir los demonios ajenos. En Salamanca conocí la camaradería, la lealtad y la simpatía de personas de todo el mundo (tuve compañeros asiáticos, polacos, checos, mexicanos, alemanes, guatemaltecos, estadounidenses, brasileños, venezolanos y españoles, por supuesto). 

Recuerdo las intensas horas de estudio en la biblioteca del Instituto de Iberoamérica junto a Teresa, o el grupo de estudio hongkonés-vasco-quiteño de Judy, Arkaitz y Daniel, o las cacerías que nos mandábamos con Fernando y Tomás, o los pogos con Jorge, Emilio y Agustín. Recuerdo el salmorejo de Lucía, el tequila de Érika, la hierba de Rubén y la gastronomía de José Li, nuestro master chef.

 Daniel, Arkaitz, Judy, el mejor grupo de estudio del MEL. Foto: Arkaitz.

Nunca antes se vio un máster tan intercultural en Salamanca (los que vinieron después fueron menos diversos). Nunca se aprendió tanto sobre otras etnias, otros lenguajes y otros pueblos. Por eso era tan reconfortantes los picnics en el puente romano, los botellones a domicilio, las serenatas de la tuna, los disfraces, los bigotes, la mezcla de todos los licores del mundo, las fotos, los abrazos…

Pero en Salamanca también conocí el desafecto y la deslealtad. Aprendí que los europeos pueden ser más hermanos tuyos que los propios paisanos y conocidos latinoamericanos. Conocí ese recelo, esa envidia, todas esas calumnias que se levantan periódicamente para subirle al compatriota en el avión, regresarlo y que jamás vuelva a quitarte el aire, a robarte el exiguo espacio de poder social. 

No importa, nada de eso importa ahora.
Porque jugando fútbol conocí turcos, holandeses, sirios, mauritanios, etcétera; bailando salsa conocí a italianas, afganas, suecas, nórdicas, australianas, etcétera; escribiendo relatos en la Casa de las Conchas, en la más completa soledad, conocí el amor, el cariño y la amistad que superan fronteras.

 El equipo internacional de fútbol. Foto: Rafael David.

Vibré en las salidas a los pubs con Carlitos (mi último roommate), Peter, Alejandro y Martín, los mejores embajadores de América Latina; en las clases de bachata con Paúl, mi pata peruano, único en su clase, de “bailar es vida”; en los momentos filosóficos con Silvano, mi broder de mi México lindo y querido; en las conversaciones con las chicas de Gotemburgo, Varsovia, Moscú y Ankara… 

Disfruté en los bares de Salamanca, que son los más cutres y hediondos de toda la Unión Europea, verdaderos urinarios pueriles, con condones baratos, música anárquica y populacho para el ligue de una noche. (Eso no le quitaba la belleza a la ciudad pero hay que desacralizarla, desmitificarla, mostrar su real dimensión, junto a esa podredumbre que la vuelve única en la península ibérica).


Pude ver también a los fachas venerando el medallón de Franco, porque Salamanca fue un bastión del fascismo que reprimió y desapareció a centenares de republicanos y librepensadoras. Pude ver (y veo aún) el anacronismo intelectual y el anquilosamiento cultural de los castellanos, por ejemplo, ayer me enteré que la Universidad de Salamanca, la más antigua del planeta, inauguró por todo lo alto –y con mucho orgullo- la Cátedra de Estudios Interdisciplinares enTauromaquia. 
  
Fue bueno tripear no solo en la zona patrimonial, sino en los barrios que te esconden las postales, como Pizarrales, Buenos Aires o la Avenida de los Comuneros. Vi a los pordioseros durmiendo en los túneles del metro rápido de España, vi niños mendigando, prostitutas y drogadictos regalándose. Contemplé la ciudad como ciudadano, no como turista o migrante académico. Y fue bueno.

Silvano y Agustín, México y Andalusía, los mejores amigos de la vida. 
Fotos: Agustín Haro.

Porque cuando me desprendí de sus muros marrones, melancólicos, de las cúpulas góticas y neobarrocas, de las plazas y de los ecos estudiantiles, del Mercadona, de los jadeos y los olores a sexo repentino y sin profiláctico, del polen en el estadio universitario, de los viejitos castellanos que parecían tener 140 años, de las aves apostadas por cientos en los álamos… cuando me desprendí de esas sensaciones, fue increíblemente fácil resetear hacia mi presente en Quito, la ciudad de mi vida.

Dejé las clases presenciales en Salamanca en julio de 2016, sin embargo debía retornar para la sustenciación de la tesis y la incorporación en el verano de 2017.

En la segunda ocasión, vi la Catedral a lo lejos, desde el Tormes. Brillaba. Pero tan solo era una simulación física de mi pasado, de una época que se negaba a morir, que pataleaba gracias al plus del reencuentro con los amigos: con Agustín, mi hermano hasta la muerte, y Teresa, el sol de Sevilla.

Al terminar esa semana de graduaciones, excesos, reconciliaciones y fiesta a tope, TODXS éramos conscientes que la historia de Salamanca había llegado a su final. Pronto los aeropuertos nos distanciarían para siempre de la época que disfrutamos todos juntos. Es probable que un día no muy lejano la vida nos reencontrará. Sin embargo, será en circunstancias diferentes, con otras metas, otros sueños, otras subjetividades, otras cosmovisiones de la vida.

 Celebración de incorporación. Fotos alumnos MEL 2015 - 2017.

Pero mi recuerdo inolvidable de Salamanca nunca estuvo en Salamanca. 

Se llamaba Karina y estuvo en Quito. Esperando. Con el amor más transparente, genuino, leal, puro y sincero... algo que jamás volveré a ver en la vida. Quizá nadie me vuelva a amar tanto.

Fue mi musa, mi compañera, la incondicional en los nuevos descubrimientos, en el duelo, en los embates y en las victorias… sin ella no habría tenido sentido mi TFM ni habría surgido la primera parte de mi libro de cuentos. Mi profundo agradecimiento, mi homenaje, mi cariño eterno.

Recuerdo aún su fe, sus palabras: “Al Palacio de Fonseca entrará un licenciado y saldrá de su portón un magíster. Entrará el periodista, morirá y surgirá el escritor”.

Palacio de Fonseca, la casa del MEL. Foto: Daniel Ortiz.

Por eso y por tantas otras razones, me llena de inmensa alegría y cariño haberle dedicado mi tesis, junto a mi padre, Galo Ortiz (+), para luego depositarla en la biblioteca de la Facultad de Derecho. Lo que tuvimos un día, en ese pestañeo apocalíptico, ha quedado inmortalizado en la universidad más antigua del mundo. Gracias por todo, por cada instante y por la esperanza... donde quiera que estés.

EPÍLOGO

Así se despidió Salamanca de mí, en La Azucarera, el viernes 9 de junio de 2017, antes de partir a Sierra Nevada para ascender hasta la cima del Mulhacén.



Con la crisálida de un coyuyo abrazando un palo borracho. Los pequeños coyuyos se entierran siempre cerca de las raíces de su árbol… hasta que salen, se aventuran y su canto se escucha por primera vez. Firmes, en su tronco, llega el tiempo de madurar y VOLAR. La evidencia de su madurez es crisálida. Nunca olvidan el árbol donde crecieron, pero siempre logran desprenderse para un nuevo ciclo de vida, que siempre comienza volando…

Y así son los viajes, así somos nosotros… Cada viaje termina en una muda, en cada lugar dejamos nuestra crisálida para seguir volando y comenzar una nueva aventura, y aunque seguimos guardando nuestra esencia, nunca volvemos a ser los mismos de antes.

Creo que el coyuyo es un buen ejemplo. No importa el miedo que te dé salir, abandonar lo conocido. Porque ese momento de temor siempre se compensa con todo aquello que aún estás por conocer, y una vez que vives algo así, algo se enciende en tu interior. Lo único que llena tu corazón y tu vida completamente es no dejar de buscar esa enseñanza que solo el viaje te ofrece.

(¿Han visto cómo se mira el ocaso en Quito, desde el edificio Metropolitan, en la Naciones Unidas? Me gusta mucho más ese anochecer en la mitad del mundo, que el de la Plaza Mayor. ¡Qué locura!).

A Salamanca no se vuelve…

27 de septiembre de 2017.

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@EscribidorEC

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